Fueron

El Secretario de Estado entró muy temprano en el Ministerio. Trajeado, pero sin boato, ni ceremonia. Intercambió con su secretaria algunos saludos amables, y entró en su despacho. Allí le esperaba Ramiro, el ujier.

—Buenos días, Señor Secretario. Aquí tiene su café recién hecho.

—Pero, Ramiro, si ya sabe que tengo aquí una cafetera y un termo. ¡No se moleste, hombre!

—Permítame… – y levantó su dedo índice izquierdo con cara de pícaro-. No se ofenda, pero, por muy joven y… digamos… campechano que sea usted, y, aunque venga en moto al Ministerio, hay tradiciones que hay que mantener. No todas, claro. ¡No vaya a pensar que soy un carca!

Los dos rieron a gusto. El Secretario de Estado tomó su café, y Ramiro dispuso todo en la bandeja para retirarlo.

—Además, Señor, así… podemos darnos el parte, ¿no?

—¡Uy! ¡Cómo suena eso!

—Bueno, soy viejo y hay palabras que se fijan a uno como la piel, y no hay manera de quitarlas. Quiero decir que… podemos hablar un poco. Si le digo la verdad, Señor, la trastienda es aburrida.

—¿En serio? ¡Con la que está cayendo!

—Sí, pero son muchos años ya, y hay mucha gente que la tengo muy vista, y lo que es peor… ¡muy oída!

Otra vez rieron, mientras se despedían con gesto amistoso. Parecía que esta vez sería una jornada tranquila, pero sin terminar siquiera de repasar la agenda del día con su secretaria, todo comenzó a desbaratarse: los teléfonos, las prisas, los agobios del director de Gabinete, las llamadas del Ministro, y la salida precipitada a una reunión urgente en Vicepresidencia.

Después de una cena tensa con su equipo, y de una lectura rápida de documentos, unas pocas horas de sueño le devolvieron al día siguiente al mismo escenario.

—Buenos días.

—Buenos días, Señor Secretario. Movidito el día de ayer, ¿no?

—Pues, sí. Usted, Ramiro, lleva mucho tiempo aquí, en el Ministerio, ¿verdad?

—¡Uf! ¡Ya lo creo! En realidad, aquí el fijo soy yo, y, si me permite el comentario, los eventuales son ustedes –y sonrió con malicia.

—Cuénteme anécdotas de aquí. No digo chismes, sino cosas curiosas que recuerde… ¡Y que se puedan contar, claro! – y se le escapó un risa nerviosa.

—Poder, poder, se puede mucho, Señor Secretario, pero no se debe muchas veces – dijo con gesto pícaro -. Mire, le propongo algo.

—Adelante, Ramiro.

—Verá, la semana que viene es el sorteo de la Lotería Nacional. Ese día se para el mundo aquí. Se lo aseguro. Si quiere, le acompaño por el edificio y le explico.

—¡Hecho!

Y llegó el día del silencio en el Ministerio. Nada se movía, y nada sonaba. El Secretario de Estado y Ramiro iniciaron su paseo por el edificio, bajaron de una planta a otra, y solo se cruzaron con algún funcionario despistado. Las anécdotas se sucedían, y las preguntas y las admiraciones, también. Y unas veces señalaban a los ministros de los retratos, y otras a la decoración de pasillos y salas.

—Bueno, Señor, veo que ha disfrutado.

—Claro que sí. Pero nos falta la planta del sótano.

—Ya, pero no merece la pena.

—¿Por qué no? ¿No será que hay secretos de Estado? – y esta vez el Secretario fue el que sonrió con gesto pícaro.

—Si se empeña…

Las pocas ventanas del pasillo de la planta sótano eran pequeñas y altas y daban a un patio interior. Estaban casi en penumbra.

—¡Pero si hay muchos despachos aquí! –exclamó el Secretario de Estado.

—¡Para lo que sirven!

—¿Es que no se utilizan?

—Sí, y no. Verá, aquí están los que no tienen lugar.

—¿Cómo?

—Sí, los que no saben dónde colocar: antiguos altos cargos que…, digamos, metieron la pata o el cazo, y aquí están, olvidados del mundo.

—Pero… ¿Quiénes son? ¿Qué hacen?

—No son nada. No son nadie. Y… hacer… hacer… me imagino que crucigramas. No les da la cabeza para más –y abrió las manos con las palmas hacia arriba y un gesto de resignación en el rostro.

—Pero… ¿Qué hicieron?

—Unos cobraron comisiones ilegales. Otros falsearon su curriculum. Y los de estas puertas son los últimos en llegar: se colaron en las vacunaciones, y, claro, tuvieron que dimitir. Lo fueron todo, y, ya ve, ahí están, vaciados de amigos, de teléfonos, de aduladores… y hasta de esposas, dicen. La vanidad, que no es buena compañera. Se lo digo yo, que he visto mucho.

—Pues…

—¿Le ocurre algo, Señor? ¡Está pálido! Le prepararé una manzanilla.


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