El relato breve

Me puse a la tarea nada más escuchar la convocatoria de microrrelatos de la radio. Hice listas de posibles personajes y de lugares poco frecuentados; imaginé en ellos escenas trágicas y otras que no lo eran tanto, incluso algunos episodios divertidos.
El comienzo tuvo sus problemas.

El confinamiento perimetral me impedía salir de la ciudad, y el ruido de la calle era insoportable. Así que acondicioné el único rincón de la casa algo silencioso. Esto me retrasó sobre el calendario previsto, y los nervios se me hacían presentes.

El segundo día, el cansancio por el trajín de la víspera y la ansiedad marcaron el ritmo de todo lo que me quedaba por hacer. Repasé, sin ganas, los nombres y lugares anotados. Y, al azar, elegí a Julián, pastor de los campos de Castilla, y a Fani, azafata de ferry. Me calmé un poco, y empecé a escribir.

Julián cuidaba su rebaño de ovejas en campos sorianos cerca de las tierras de Alvargonzález. Harto ya de frío y soledad, aceptó un trabajo en la capital…


personaje-enfadado1– No, no. Eso no es así –interrumpió Julián.
– ¿Cómo? –respondí – ¡Yo soy el escritor!
– No se lo discuto. Pero yo soy el protagonista.
– ¿Entonces?
– Pues que lo dejo todo y me voy a tierras cálidas – afirmó rotundo.
– Pero, hombre, ¡la pandemia! No sería creíble, no se puede viajar.
– Aquí, en la ficción, sí. ¿O es que no se ha enterado?
– De acuerdo –respondí vencido.

Al llegar al aeropuerto de Tenerife, Julián tomó un taxi y se instaló en un hotel cercano. Necesitaba planificar su estancia…

– Que no, hombre. Tomé un taxi, sí, pero para ir al ferry.
– ¡Ah, bueno! Y ¿adónde pensaba ir?
– ¡A lo último: a la isla de El Hierro!

Inmensamente feliz, tomó el barco para la isla de El Hierro. Una vez dentro del ferry, se sentó en una cómoda butaca y…

– Se equivoca. Estuve en cubierta.
– De acuerdo –suspiré más vencido aún.

Durante la travesía solo dejó la cubierta para tomar algo en el bar. En el pasillo tropezó con la azafata que le había atendido al subir al barco. Se sonrieron, y charlaron un poco. El resto del viaje, con el viento en la cara, le hizo sentirse especial. Saludó emocionado a los delfines, y llegó a puerto.

Me costó, pero superé el abatimiento que me desgastaba, y ya no toleré más réplicas a mi narración.

Julián se adaptó bien. La gente de El Hierro fue amable con él. Se acostumbraron a su manera de hablar, y él sonreía cada vez más, y los herreños con él. Todos amaban tanto la isla, la cuidaban tanto, que Julián se enamoró enseguida de cada rincón. De todo había, hasta sabinas, como en sus campos sorianos. Diferentes, eso sí. Y la vista, amplia, también, como en su tierra. Azul, eso sí. Y allí se quedó, y anda ahora feliz cuidando un rebaño de cabras, y viendo todos los días el mar y el sol.

Julián, sin embargo, no quedó conforme. Dejó de hablarme porque yo me negué a que discurriera por el relato la azafata del ferry. Creo que mi castigo por ello fue una eterna espera hasta saber que mi relato no fue seleccionado. Mejoré el texto después, pero sin saber nada más de la vida de mi pastor. Añadí detalles de los paisajes y yo también fui enamorándome de aquel paraíso. Sin embargo, siguieron sin éxito los concursos radiofónicos.

Y mi breve relato fue, finalmente, a parar al blog de un amigo. Una noche, de madrugada, él me llamó muy nervioso:

– ¡Oye! Me ha escrito al blog una tal Fani, que dice que quiere saber de Julián, el pastor de El Hierro. Pero, ¿qué broma es esta?

Una voz conocida me habló, casi en un susurro:

– Se lo dije, escritor, ¡no bastaba con el giro del comienzo!

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