El sentido no puede darse, sino que debe descubrirse.
[…] En el encuentro del ser humano con el mundo, irrumpe de pronto un sentido, salta a la vista; pero no es simplemente una figura que percibamos sobre un trasfondo, sino que conlleva el descubrimiento instantáneo de la posibilidad de modificar la realidad en la medida de lo necesario y lo posible.
[…] El sentido no es algo que inventamos o creamos cognitivamente, sino que está referido a un proceso de búsqueda personal que responde a la intencionalidad constitutiva de la conciencia, a la capacidad de autotrascendencia del ser humano. El sentido anticipa lo que la realidad puede llegar a ser pero todavía nos es (es un «ya» pero todavía no). La conciencia percibe tanto el ser como el deber ser de la realidad, lo que está llamada a ser y puede serlo. En este descubrimiento incorporamos ya a nuestra vida, de alguna manera, aquello a lo que aspiramos, si bien requiere de nosotros, de nuestra posición y actos, para realmente ser.
[…] Desde un punto de vista antropológico, la búsqueda de sentido está vinculada con una dimensión ética. Podemos comparar la conciencia con una brújula que va «indicando» a la persona la dirección en que ha de moverse, contando con una escala de valores, para detectar una posibilidad de sentido cuya realización le exige una situación concreta.
[…] La conciencia, al ser atraída, apelada, por lo que debe ser, por lo que tiene sentido y por los valores, y también contemplar lo que es la situación vital concreta que se experimenta, apunta hacia dónde hemos de dirigirnos; nos muestra la distancia que hemos de recorrer para realmente realizar esos sentidos y valores descubiertos.
[…] La percepción del sentido se realiza a través de los sentimientos intencionales, que son actos de un percibir afectivo, el cual tiene por objeto el ámbito de las razones del corazón y se distinguen de los estados sentimentales, las reacciones emocionales o estados impulsivos. Estos últimos se sitúan en la dimensión psíquica y son pasajeros, mientras que aquellos son propios de la esfera de lo espiritual, siendo estados afectivos que se prolongan en el tiempo consolidado una forma de ser.
[…] Los sentimientos intencionales remiten a algo trascendente, por ejemplo, la alegría por el nacimiento de un hijo, la tristeza ante la muerte de alguien cercano, el deseo de cambio ante lo injusto… Van más allá de uno mismo; están referidos a otros, en un vínculo que nos constituye personalmente.
El descubrimiento del sentido se enraíza, por tanto, en una dimensión pre-reflexiva, en la que el lenguaje y la razón no operan como vehículos directos de conocimiento, sino que han de construir su aportación a partir de una intuición espiritual.
Mª Ángeles Noblejas de la Flor y Gerónimo Acevedo, Aprendiendo a vivir con sentido, Ed. Fundación Emmanuel Mounier, Madrid, 2021, págs. 42-44