Acompañó a su hija a la escuela, y se despidió de ella, como hacía siempre, con un abrazo lleno de ternura. De vuelta a casa, tuvo suerte, porque las nubes negras esperaron un poco a que ella llegara para descargar un terrible aguacero. Todo escureció, apenas había luz, pero ella estaba ya en casa, tranquila.
Se preparó un largo café, lo tomó despacio y limpió los restos del desayuno que habían quedado en la cocina. Después, fue hacia la sala, retiró contraventanas y cortinas, y comprobó que la lluvia había cesado. Dejó, entonces, que la luz se abriera paso poco a poco para iluminar su zona de trabajo.
Se sentó ante el piano, levantó la tapa y dobló cuidadosamente el tapete de terciopelo que cubría el teclado. Durante unos minutos, cerró los ojos, y respiró con calma. Después, tomó las hojas pautadas del concierto que había compuesto, un lápiz, y unos papeles en blanco donde anotar matices sobre algunos compases. Así pasó la mañana, concentrada en su trabajo. Componía, y sonreía, de vez en cuando, también. Se levantó, de pronto, al darse cuenta de que la luz del día iluminaba toda la sala. Abrió los ventanales de par en par, y todo se inundó de un sol que no había querido salir en los últimos días. Respiró hondo, y volvió a su trabajo.
El reloj de pared le advirtió de que era ya la hora de preparar la comida. Tomó las partituras, las dejó ordenadas sobre el piano, limpió el teclado con un pañuelo de seda, y colocó de nuevo el tapete de terciopelo. Marcos, su marido, que ensayaba en el Auditorio con su orquesta el concierto que ella había compuesto, no tardaría en llegar. La asistenta llevaba días enferma, así que tenía que atender las tareas domésticas, sin descuidar nada, no fuera que el enfado apareciera otra vez por unas cuantas naderías.
La niña no volvería hasta la tarde, así que marido y mujer comieron solos, sin apenas conversación entre ellos. Tan solo se oía el golpecito de las cucharas en el plato, y el sonido constante del reloj de pared a cada pequeño avance del tiempo. Y la lluvia regresó de nuevo, abundante y violenta.
–Cierra las contraventanas, por favor. Se hace insoportable este ruido – exigió Marcos.
–Sí, no me daba cuenta. Disculpa – respondió ella.
–Por cierto, hoy vendrá Cosme, el primer violín; creo que quiere comentar contigo algunos matices del segundo movimiento –dijo él, hablando muy bajo y sin levantar la vista del plato-. Estamos ya muy cerca del estreno.
–Encantada – y al decir esto, levantó la vista y sonrió a su marido-. La niña estará con nosotros, pero con la casita de muñecas que le regalaste estará más que entretenida.
Aquella primavera, que no había hecho más que empezar, regalaba momentos mágicos, y dejaba, como en aquella ocasión, una tarde apacible, llena de luz, e incluso un magnífico arco iris sobre la ciudad. En aquel ambiente cálido, madre e hija colocaban las piezas de la casa de muñecas, y reían mientras ponían en sus estancias las figuras que la habitaban.
Y llegó la visita que esperaban. Marcos hizo pasar a su primer violín a la sala del piano, donde le esperaban su mujer y su hija, que saludaron cordialmente al músico.
Marcos entraba y salía de la sala, mientras su mujer y el violinista trabajaban ante el piano. Parecía deambular por la casa. Finalmente, se sentó en el otro extremo de la sala, encendió su pipa y comenzó a leer la prensa del día. Su mujer hablaba con entusiasmo de la obra, y escuchaba atenta el parecer del violinista sobre la conveniencia o no de algunos matices. Pero no discutían, intercambiaban opiniones, y reían, también. A medida que la tarde avanzaba, la sala iba quedando oscura, y Marcos era ya una sombra. Los músicos hicieron una pausa en su trabajo, y la niña miró a su madre mientras ella encendía las luces de la habitación:
–Mira, madre, he colocado a todos los muñecos en su lugar – y señaló risueña las habitaciones de su casita.
–¿Y no presentas a Don Cosme a los que la habitan? – le pidió su madre, a la vez que hacía un gesto de súplica.
–Claro, esta es Aurora, y esta, su hija Beatriz. Están en la cocina leyendo cuentos.
–¡Qué nombres más bonitos has elegido! – dijo entre gestos de admiración el violinista- ¿Y el papá? ¿Cómo se llama?
–Se llama papá.
–Pero, ¿tendrá algún nombre, no? – insistió el músico.
–Es el papá –respondió muy seria la niña.
El primer violín quedó callado con una expresión sombría en el rostro. Se hizo un silencio que solo rompió una tormenta lejana que amenazaba con acercase. Al poco, sonó el timbre de la puerta, y madre e hija fueron juntas a abrirla. Un mensajero entregó una especie de carpeta grande.
–Esto viene a tu nombre, Marcos – le dijo su mujer.
–¡Ah, sí! Deben de ser los bocetos del cartel anunciador del concierto- contestó Marcos.
Abrió la carpeta, desplegó uno de los carteles, y leyó en voz alta:
Auditorio Avenida
Estreno del Concierto para violín y orquesta nº 3
Compuesto y dirigido por Marcos González
[La imagen insertada en el relato es una fotografía del cuadro de Henri Matisse «Femme assise devant son piano»]