Él nunca hubiera pensado que acabaría en la cárcel, y, en todo caso, nunca por tanto tiempo. Es más, casi para toda la vida. Esto es, al menos, lo que él me dijo cuando comenzó a hablar de sus inicios en el mundo de la política.
Aquellos que lo trataron decían que era tímido, callado, muy reservado. Inseguro, según algunos. Huraño, en opinión de muchos. Tal vez esa fuera la razón que le llevó a acercarse poco a poco a las cuadrillas de radicales. Sentía envidia de aquella gente, le parecían héroes, siempre actuando por y para el pueblo. Eso es lo que él afirmó, las pocas veces que se decidió a hablar. Le acogieron en aquel ambiente, le dieron palmadas de afecto en la espalda, bebieron vinos con él, y hasta se rieron con él, o tal vez de él. Dijo que no lo recordaba bien.
En el programa de encuentros restaurativos entre víctimas y victimarios, dudé mucho si aceptar o no ser mediadora en este caso. Sería lento y muy difícil y, nunca estaba asegurado que el encuentro entre el terrorista y la víctima finalmente se produjera. Temía no ser capaz de controlar la repugnancia, la rabia… y el dolor que sentiría al verle. Pero, finalmente, con la razón, acepté.
Él, durante mucho tiempo, se negó a participar. Siempre daba la misma explicación: tenía que ser el grupo terrorista el que diera una respuesta colectiva, y no individual, como querían algunos. Los funcionarios comentaban que en las horas de patio se le veía siempre con un pequeño grupo de presos de su mismo colectivo, pero sin hablar apenas, solo sonreía de vez en cuando, y continuamente enredaba un mechón de pelo entre sus dedos.
Seguía siendo una persona oscura, huidiza, decían los funcionarios. Tan inaccesible era que le propuse que escribiera cómo se sentía, y qué pensaba de lo que le llevó a dar el paso que le condujo a la cárcel.
Al fin, un día, me hicieron llegar una breve carta suya:
Yo hacía mi trabajo político en las instituciones. No maté a nadie. Pensaba como ellos, eran mis amigos, pero yo no disparé. Me pidieron que les pasara información sobre aquella persona, que les diera datos, movimientos, horarios. Pero ahí quedó todo. La decisión fue de otros.
Después de aquellas primeras palabras escritas, vinieron otras también. Siempre en el mismo tono, siempre con la misma idea, sin preámbulos, sin despedidas, sin destinatario, como notas que se abandonan en un cajón. Sin embargo, un día aceptó entrevistarse conmigo. Y no pude saber qué fue lo que le hizo cambiar.
Había visto alguna fotografía de él, pero en aquel primer encuentro solo reconocí el tic nervioso del que me habían hablado los funcionarios: continuamente enredaba un mechón de su cabello en sus dedos.
–Yo pensaba como ellos. Pero la decisión no fue mía –me dijo.
–¿Y nunca pensaste en negarte a pasar información? -le pregunté.
–Yo no valía para dar tiros –respondió.
Todo se me revolvía por dentro y a punto estuve de abandonar. Me faltaba el aire.
–¿Y no pensaste, en ningún momento, que, gracias a tu información, matarían a una persona, que, además era tu compañera de trabajo? -le dije, al tiempo que me esforzaba para que mi pregunta no fuera un inmenso grito.
–Muchos en el pueblo pensaban como yo, como nosotros. O, al menos, no decían nada en contra -contestó.
–Y en estos años de cárcel, ¿no has sentido dolor por lo que hiciste?
–…
No hubo respuesta, y su gesto inalterable me hacía imposible continuar. Solicité dejar pasar un tiempo hasta intentar la próxima entrevista. Yo necesitaba poner distancia, y prepararme mejor.
Entretanto, él sabe ahora que uno de sus compañeros de prisión ha tenido ya encuentros con víctimas, que ha hablado con ellas… y que les ha pedido perdón.
Él mismo me lo ha dicho en una carta que he recibido hoy.