Se levantó una y otra vez, y preparó café mientras escuchaba las noticias en la radio.
– Salgo a caminar un poco. ¿Vienes? – preguntó el marido, asomando por la cocina.
– No, tengo trabajo. ¿Vendrás tarde? – contestó ella.
– No creo. No te olvides de moverte de vez en cuando, ¿vale? – él se acercó a su mujer y la besó.
– Sí, no te preocupes. Hoy lo haré a menudo. No me centro – ella acercó hacia sí el rostro del marido con sus manos-. Son las noticias, que me inquietan.
– Escucha un poco de música – se besaron, y, con gesto rápido, se despidieron.
Ella bebió el café casi de un trago y apagó la radio. Se sentó ante el ordenador, miró la pantalla, y puso sus manos sobre las rodillas. Se quedó quieta, en un silencio total.
De pronto, se sobresaltó por un ruido, y abrió la ventana, pero en la calle todo estaba normal. Volvió a escuchar el ruido, y ahora parecía más cercano. Dio un golpe en la mesa con la palma de la mano y se levantó. Anduvo por el pasillo, de un extremo a otro, y se dirigió a la habitación. Se cambió de ropa, se puso los zapatos, el chaquetón y la mochila, y salió de casa.
Bajó despacio las escaleras. En el segundo piso, unos albañiles trajinaban sacos desde una vivienda al ascensor: de allí salía el ruido que llegaba hasta los pisos altos. Al salir, dejó que la puerta de entrada al inmueble se cerrara de golpe. Un albañil que llevaba un saco hacia el ascensor, se giró al oír el portazo, y se quedó mirándola unos segundos.
No era todavía la hora punta, y en la calle circulaban pocos coches. Se iba acercando al centro. Los comercios mostraban ya decoraciones, y ella se paraba de cuando en cuando ante los escaparates. Se veían algunos abrigos de invierno, y poca gente: parejas, ejecutivos llevando un café en la mano y señoras con paquetes.
Atravesó un parque y miró hacia los árboles. Algunos amarilleaban, y otros habían perdido ya sus hojas. Entró en el museo, sacó su tique y buscó uno de los rincones de lectura. Se sentó y dejó a un lado la mochila. Ante sí tenía una cristalera y, a través de ella, una de las avenidas de la ciudad. Comenzó a escribir.
Cerca de ella, la conversación entre dos vigilantes rompió el silencio del museo. Levantó la vista hacia la cristalera y después giró la cabeza hacia los que hablaban. Detuvo en ellos su mirada hasta que la vieron.
Metió sus cosas en la mochila, se levantó, y fue hacia los vigilantes:
– En un museo se necesita silencio – les dijo, y se alejó de allí. Ellos volvían, riendo, a su conversación.
Fuera, en el parque, solo se oían algunas risas de jóvenes, y los gritos de algún crío que jugaba con algo. Los coches quedaban lejos. Se sentó en un banco, y volvió a su tarea. Hacía anotaciones, leía, subrayaba, y volvía a escribir.
Alguien se acercó y le habló, pero ella parecía no oírle. De pronto, levantó la vista y vio a un hombre que le extendía su mano llena de cosas, y le decía algo. Le mostraba unos paraguas y unos calcetines. Se miraron durante unos segundos.
– Cinco euros, tres -dijo él y señaló los calcetines.
– Vale, me los llevó – le respondió ella.
– Y ¿este? – preguntó el vendedor, mostrando un paraguas.
– No, gracias. Ya tengo –contestó ella con una breve sonrisa.
Sacó el dinero del bolso, y se despidieron. Al cabo de un rato, se levantó y emprendió el camino de vuelta. Ahora se escuchaban los ruidos de los coches, y se veía más gente. Se acercaba la hora de la comida, y había más movimiento en la ciudad.
Al cruzar un semáforo se percató de que enfrente había un bulto en el suelo. Era una persona, bajo una manta, y, delante, un pedazo de cartón: Comida, también. Ella se paró cerca de él un momento. Otra persona, que pasó cerca, dijo:
– Este vive mejor que usted y que yo – dijo sin detenerse.
– Por eso está aquí – respondió ella.
– Lo conozco, señora. Lo veo todos días – respondió la otra persona.
Ella puso unas monedas junto a la persona que parecía dormir, y se alejó de allí. Aceleró el paso y subió andando hacia su barrio. Por el camino, vio a una mujer que pedía, sentada en la calle. Le dio algunas monedas. Y siguió andando, y andando. Y llegó a su casa. Abrió la puerta de la entrada, y la cerró despacio. Se cruzó con un albañil. Se saludaron y sonrieron. Subió andando las escaleras y se oía el ruido de la obra, pero ahora lejano. Abrió la puerta de su casa. Se sentó ante el ordenador, miró la pantalla, y puso sus manos sobre las rodillas. Triste, muy triste. En un silencio total.