I
Aquel día, Ernesto salió de casa temprano, esta vez sin mirar a los lados, ni siquiera al frente. Miró al cielo. Ya no llovía, y él tenía el aire de la gente que duerme bien. Comenzó a andar rápido, pero de pronto se paró, como si se diera cuenta de algo. Respiró hondo, y recuperó el paso, pero lento. Unos cuantos vecinos del barrio lo saludaron, amables, sonrientes. Parecían pasear. Aquella mañana de viernes era como si ya hubiera comenzado el descanso del fin de semana.
Ernesto llegó a la parada del autobús y se acercó a alguien que leía la prensa. Le dio unas palmadas en la espalda y le estrechó la mano.
– ¡Qué, amigo! ¡Por fin! ¡Ya han detenido a todos! – dijo con entusiasmo Ernesto.
– ¡Ya era hora! – respondió el amigo.
-¿No ves que hay gente a la que se les nota el contento? – y Ernesto iba señalando con la mirada y moviendo ligeramente la cabeza.
– Pues, sí, eso parece – contestó el amigo.
Un señor se acercó a ellos y les preguntó con voz suave:
– Perdonen la intromisión. ¿Acaso han terminado con la banda de los borneos? – preguntó amable el señor.
– ¡Exacto! – respondió entre risas Ernesto-. ¡Vaya nombre más ocurrente, señor! ¡Ayer cayeron los últimos!
– Pero… ¿ha sido cosa de esas patrullas de algunos vecinos? – preguntó el señor.
– ¡No, no, qué va! ¡Ha sido la Policía! – dijo Ernesto.
– ¡Ah, bien! – suspiró el señor-. Porque esos nos han dado también más de un disgusto, ¿verdad?
El señor posó su mano en el brazo de Ernesto, levantó su mirada y su sombrero hacia el cielo, suspiró y dijo:
– Gracias, de verdad, por la noticia. Me han alegrado el día.
– ¡Pues… que lo disfrute! – contestó Ernesto y le estrechó la mano.
Su amigo levantó ligeramente la cabeza a modo de saludo, pero guardó sus manos en los bolsillos.
II
Al cabo de unos días, Ernesto y su amigo volvieron a encontrarse.
– Irás a la reunión de la Asociación de Vecinos del barrio, ¿no? – dijo Ernesto a su amigo.
– ¿Para qué? – contestó el amigo, con un mohín de asco.
– Hombre, ¡para qué va a ser! Pues… para ir pensando cómo arreglar los destrozos que ha hecho la banda de… ¿Cómo dijo aquel señor? ¡Ah, sí! ¡De los borneos! – y empezó a reírse a carcajadas.
– Pero, ¡si luego vendrán otros! ¡O ellos mismos cuando vuelvan a la calle!
– Pues, tal vez. Pero ahora mismo hay que adecentar el barrio, chaval. ¡Que va a ser difícil, que somos muchos, y muy distintos! ¡Y eso va a llevar tiempo! – dijo Ernesto enfatizando las últimas palabras.
– Eso es cosa de las autoridades – dijo el amigo.
– Que no, hombre. Que es cosa nuestra, también. Anda, anímate, que luego habrá una pequeña celebración.
– ¿Qué hay que celebrar? ¡Si nos han hecho la vida imposible!
– Pues, eso, precisamente, celebrar que, a pesar de todo, no nos han derrotado, y queremos disfrutar de la calle, y de los parques, sin miedo a que nos destrocen todo y a todos – dijo Ernesto.
– ¡Pero qué ingenuo que eres! – contestó con desprecio el amigo.
– Puede ser – respondió Ernesto.
Al atardecer, comenzó la reunión vecinal en el antiguo cine del barrio, todavía muy destartalado, con signos más que visibles de las fechorías de la banda. Unos días antes, algunos vecinos acondicionaron aquello como pudieron. Acudió mucha gente.
– Bueno, ahora ya es el momento de empezar a discutir las propuestas de rehabilitación del barrio que hemos presentado– dijo la presidenta de la asociación.
– Pero, hay una cuestión previa… – añadió el moderador-. Esta asociación reitera, como siempre hemos hecho, que deben desaparecer las patrullas vecinales.
– ¡NO! ¡NO! ¡NO! – gritó una voz atronadora desde el fondo del local.
Todos se volvieron hacia atrás. Y allí estaba el amigo de Ernesto, con el rostro enrojecido, agitando su mano derecha, y en ella, un bate de béisbol.
– ¡Todo eso no sirve para nada! ¡Sois unos cobardes y unos vendidos! – continuó vociferando el amigo de Ernesto.
– Pero, ¿qué quieres? – gritó alguien en medio del silencio que aprisionaba al resto.
– ¡Que devuelvan lo que nos han quitado! ¡Que nos dejen hacer a nosotros! – y lo repetía una y otra vez el amigo de Ernesto.
– Pero, ¡qué dices, hombre! – respondió el otro.
Entretanto, el silencio de los demás se fue deshaciendo poco a poco y un murmullo extraño se iba extendiendo por la sala. La presidenta se levantó, suplicó silencio, y con una voz fuerte y clara comenzó a hablar:
– ¡Silencio! – La pesadilla ha acabado, señor. Ellos están en prisión, y ahora es el momento de que hagamos un barrio digno, en el que podamos disfrutar, y ser los protagonistas.
– ¡NO! ¡NO! ¡Ellos siguen ahí! ¿Qué queréis? ¿Olvidar lo que han hecho? ¡Volverán a la calle! – dijo el amigo de Ernesto.
– Porque no olvidamos es por lo que estamos aquí, señor- respondió la presidenta.
Alguien se acercó al que tanto gritaba y le puso suavemente la mano en el hombro, pero él se giró con rapidez y descargó con fuerza el bate en la cabeza de Ernesto. Quedó inconsciente en el suelo.
– ¡Llamad a una ambulancia! – gritaban los más cercanos.
III
Ahora, en el barrio, hay calma. En algunos lugares, las grúas retiran todavía amasijos de los destrozos que hubo en otros tiempos, pero las fachadas de las casas se han limpiado, y al parque vuelven poco a poco los pequeños y los abuelos. Muchos vecinos decoran con cuidado sus ventanas y balcones, y se organizan conciertos y bailes para jóvenes y mayores, y hasta el cine ha vuelto.
Algunos, los que antes patrullaban con porras y bates, ahora deambulan con el único rumbo de la siguiente tasca. Alguien les saluda de cuando en cuando:
– ¡Buenas! Vaya tiempo, ¿eh?
Pero no responden. Beben y miran sin ver.
Y Ernesto sigue sin despertar. Su amigo espera ser juzgado un día de estos.