Golpeó mis piernas, por detrás, y caí. Clavé mis rodillas en la arena. Un golpe fuerte. Y, al momento, mucho dolor. Pero no tuve miedo.
¿Qué pasa? ¿Qué es esto? No entendía aquello. La ola se estaba deshaciendo, pero ¡tenía tanta fuerza! Avanzaba veloz, enérgica, segura, incontenible… y violenta, pensé entonces. Volví a caer, y esta vez me atrapó casi por completo. Solo mi cabeza quedó fuera, pero no sentí miedo, solo desconcierto.
Me puse en pie, toda mi ropa empapada. Estaba confusa y solo se me ocurría preguntar a la ola, a la maldita ola, como la llamé entonces, ¿por qué?, y caminé, sin respuesta, hacia la orilla, aturdida, avergonzada, sin entender, sin ver a nadie. Seguí hacia adelante, sin mirar atrás, no quise ver el peligro de frente: otra ola podría llegar y quién sabe si esta me llevaría mar adentro. ¡Vi con tanta claridad lo fácil que era que todo acabara en unos segundos, o tan solo en uno!
Seguí andando, pero no vi a nadie. Tampoco me atreví a mirar. ¡Estaba tan avergonzada! Nadie más se había acercado tanto como yo al agua. ¡Pero hacía tanto calor aquel día y mis pies estaban tan cansados! No quise imaginar siquiera cómo reaccionaban entonces quienes antes pasearon prudentes por la arena a distancia del mar. Solo una mujer venía hacia mí con su perro. Nadie más. Y me sentí protegida.
En los días siguientes comenté, entre risas, lo sucedido. Y, también, recibí serias advertencias sobre el mar traicionero, que acepté, naturalmente. Yo había sido imprudente, y estúpida, porque aquel día, en toda la costa, solo se oía un tremendo rugido del mar, y en la playa el oleaje rompía continuamente. No se veía el horizonte, porque la espuma de las olas y la bruma que surgía de ellas lo cubrían todo.
Sí, hice míos los consejos recibidos, pero tenía la impresión de que algo faltaba, porque seguía dentro de mí la misma sensación de desconcierto que tuve allí, enredada dentro de aquella ola.
No sé cuántos días transcurrieron así, sin encontrar la explicación precisa. Y, de pronto, una mañana, todo se me hizo nítido. La propia ola me respondió, porque la llevaba dentro, sí, en mi mente, y me hizo ver que aquel día ella se rompió y que lo hacía para vomitar su carga. Quería salir, liberarse, huir de otras aguas más profundas y feroces. Ansiaba deshacerse con rapidez en la arena, y hacerlo en paz. Por eso no me arrastró mar adentro. Era de allí, precisamente, de donde quería escapar y en su huida me condujo, a mí también, hacia la orilla. Me estremecí, llena de gratitud, al comprender, al fin, el misterio de aquella magnífica ola.
La caída se rehízo en vuelo.
Quien caía vuela ahora.
Es entonces cuando se abren las simas
y cuando la oscuridad sube a la luz.
[Poema de Hannah Arendt]