Aquel sábado de invierno, Ramiro y Natalia desayunaban tranquilos mientras escuchaban la emisora local:
La dirección de la orquesta de la ciudad confirma que su director finalmente se encuentra recuperado y dirigirá hoy su concierto de despedida.
– ¿Vas a ir, Natalia? – preguntó Ramiro a su esposa.
– Claro, entra en el abono que saqué para este año. Pero no sé con quién. Cristina pasa el fin de semana fuera -respondió Natalia.
– Si quieres, te acompaño… – dijo el marido.
– ¿En serio? Pero si a ti no te gusta la música – añadió Natalia con gesto irónico.
En la radio seguían hablando del director y de su último concierto:
… su exquisita sensibilidad, su dedicación plena a la música… Ha sido siempre un extraordinario profesional…
– Y, entonces, ¿se jubila el director? – preguntó Ramiro.
– Eso dicen, pero yo creo, marido, que lo que ocurre es que no le queda mucho. No hay más que ver el aspecto que tiene -afirmó rotunda Natalia.
– No lo he visto nunca, la verdad – añadió Ramiro como disculpándose.
– ¡Ay, marido! ¡Tendrías que tener un poquito más de cultura! – dijo Natalia al tiempo que añadía más café a las tazas.
… por su carácter discreto, huía de las galas suntuosas e invertir su tiempo libre en la enseñanza a las jóvenes figuras…
-Ya, pero, qué pobre, no ha tenido el relumbrón de otros directores – dijo Natalia con cierto mohín de desprecio.
– Qué quieres, Natalia. Él tiene otro carácter, según dicen -añadió Ramio.
– ¡Ay, amigo, pero la discreción no da glamour! No lo olvides, querido – y, a la vez, Natalia movía su dedo índice mirando a su esposo, como si le hiciera una advertencia.
… supo siempre respetar a los músicos de su orquesta, y crear un ambiente extraordinario e inusual de colaboración…
– Seguro que se despide con un buen concierto. ¿Sabes lo que tocarán? -preguntó Ramiro.
– Ah, ni idea. Nunca lo sé de antemano -respondió Natalia.
– Y, ¿si son obras que no te gustan? -preguntó el marido con expresión de desconcierto.
– Pues, me duermo, o jugueteo con el móvil. Y, eso sí, luego aplaudo. Todo muy aparente, que es lo que cuenta, querido -afirmó Natalia, otra vez rotunda.
Y el día fue transcurriendo entre preparativos para el acontecimiento musical de la tarde: sesión de peluquería, selección del atuendo, y de las joyas adecuadas para acompañarlo, perfume apropiado…
Con antelación más que suficiente, Ramiro y Natalia se acercaron a los accesos del Auditorio. Las puertas aún no estaban abiertas y tuvieron que situarse en la correspondiente fila antes de entrar. No hablaban. Natalia sonreía con aire altivo, mientras guardaba en su bolso los guantes, y alternaba las caricias a su abrigo de piel con los cuidados que daba con la mano a su cabello para que se mantuviera en orden. El sol, que empezaba ya a recogerse, estallaba en sus joyas, y los vecinos de la fila se giraban hacia atrás o elevaban su cabeza hacia adelante buscando el origen del estallido de luz. Y ella sonreía, satisfecha y altiva.
Ya dentro del Auditorio, accedieron a la zona de sus butacas, solo después de escuchar el aviso de megafonía que anunciaba a los asistentes que el concierto estaba a punto de comenzar. Hicieron que toda una larga fila de butacas se levantara para que ellos pudieran pasar. Ella gesticulaba con las manos, y parecía culpar a su marido de la molestia que causaban.
La orquesta entraba poco a poco en el escenario y comenzaron a escucharse algunos aplausos, que se hicieron más y más intensos con la llegada del director titular. Los asistentes se levantaron y, en pie, aplaudieron sin estridencias durante unos minutos. Natalia y Ramiro, sin embargo, seguían en sus asientos, ella recogiendo con cuidado su largo abrigo de piel, y él ayudándola con cierta torpeza.
– ¿No encuentras el programa del concierto, querida?
-¿Qué programa? ¡No ves que intento poner bien mi abrigo!
– Pues, no nos vamos a enterar de lo que vamos a oír.
– No hace falta. Anda, ayúdame, por favor.
Se acomodaron, por fin. El director se dirigió al público y pidió con sus manos que cesaran los aplausos. Dijo unas breves palabras de agradecimiento y anunció lo que su orquesta iba a interpretar: la 6ª sinfonía de Beethoven, “Pastoral”.
Esta vez se veía en los miembros de la orquesta una emoción especial, preparados como habían estado para que ese día les dirigiera un director suplente ante el empeoramiento de la salud del director titular. Ellos sabían de su grave enfermedad. Era ya una noticia extendida en la ciudad. Es por eso por lo que no dieron crédito a sus ojos cuando, horas antes del concierto, el propio director se presentó ante ellos y les confirmó que sería él, como tantas veces, quien les iba a dirigir. El buen hacer de la orquesta y la emoción se hicieron uno con el director y así lo transmitían al público, de principio a fin.
Entretanto, Ramiro y Natalia, estaban a sus cosas. Él bostezaba y cabeceaba de cuando en cuando, y ella extendía su mano derecha, mirando sus joyas con expresión satisfecha. Su vecino de asiento comenzaba a fijar su atención en esa mano que brillaba, y a mirar, también, a Natalia, con disimulo. Hasta que ella sacó del bolso su móvil. Esta vez sus manos enjoyadas sostenían un flamante smartphone, y su índice derecho movía pantallas, y allí aparecían bolsos, lacas de uñas, diseños de salón… El vecino parecía nervioso, como si se incomodara en el asiento. Y en la breve pausa entre el tercer y cuarto movimiento, ladeó su cabeza, y en voz muy baja, le dijo a Natalia:
– Tendrá silenciado su móvil, ¿verdad, señora?
Natalia no dijo nada. Solo le lanzó una mirada ofendida. Y así comenzó el cuarto movimiento. Y cuando la orquesta interpretaba “la tormenta” de Beethoven con toda su energía, el teléfono de Natalia comenzó a sonar. El hombre del asiento contiguo se desesperaba:
– ¡Señora, por favor! – le instó con enfado a Natalia.
– ¡Ya voy, no es tan fácil! – respondió ella rebuscando entre sus zapatos.
Ramiro no reaccionaba de ninguna manera, y no podía apartar sus ojos de uno de los violines que lanzaba hacia su mujer todos los rayos de la tormenta. Natalia consiguió apagar su teléfono, después de un minuto eterno.
Acabó el concierto, y el tiempo de silencio que siguió, de recogimiento, fue emocionante. Hasta Natalia detuvo en el aire sus manos y contuvo el aplauso. El director se giró hacia el público y todos los asistentes aplaudieron, sin estridencias, sin exaltaciones, contentos y agradecidos. El director saludaba inclinando ligeramente su cabeza, y acompañaba el gesto llevando su mano derecha hacia el corazón. Sonreía, y señalaba a la orquesta. Y, de pronto, se giró y miró hacia Natalia, y, con una expresión amable, le sonrió durante unos segundos, al tiempo que hacía un gesto con la cabeza, como de asentimiento. Natalia también sonrió, y las personas de su alrededor se volvieron hacia ella, se miraron entre sí, y cuchichearon.
Tras el descanso, el concierto continuó. Natalia y Ramiro no sabían lo que escuchaban, pero lo hacían atentos. El móvil estaba completamente apagado, y las manos de Natalia quedaron enfundadas en su abrigo, sin moverse. Ramiro no bostezaba. Escuchaba y seguía el ritmo con su pie derecho.
Cuando todo acabó, marido y mujer regresaron despacio a su casa, contentos y tranquilos. Al llegar, prepararon la cena, mientras escuchaban en la emisora local:
… un concierto extraordinario, una interpretación exquisita de la orquesta y un director que se despide, discreto, dando muestra de su buen hacer.
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Nota de la autora del relato:
Todo mi respeto y mi admiración para los directores de orquesta Claudio Abbado y Bernard Haitink.