Piedras

piedrasTal vez el autor pensaba en situaciones muy concretas cuando escribió este poema. Sin embargo, ahora, su lectura me lleva a otras situaciones totalitarias, como la tragedia de la población afgana y, especialmente en ella, de las mujeres.

 

Cuando las piedras hablaban,

los árboles detenían

sus brotes.

 

Cuando las piedras hablaban

se exigían certificados

de pureza.

 

Cuando las piedras hablaban

había una ideología obligatoria.

 

Cuando las piedras hablaban

todo era transparente

y duro

y tan terrible

como su voz.

 

Cuando las piedras hablaban

moría gente

para que las piedras vivieran.

 

(Víctor Urrutia Abaigar, «El lenguaje de las piedras» en Memoria de silencios)

Nadia Anjuman (1980-2005)

Nadia-AnjumanNadia Anjuman fue una poeta afgana que conoció en su adolescencia el anterior poder talibán, y que, aun así, logró terminar la escuela secundaria. A las mujeres solo les estaba permitido coser y bordar. Es así como Nadia y otras mujeres jóvenes se reunían tres veces por semana en una escuela de costura: estudiaban literatura, estudiaban a escritores prohibidos como Shakespeare, Balzac, Dickens, Tolstoi, Joyce, Dostoievski y Nabokov. De haber sido atrapadas por los talibanes, las habrían ahorcado.
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Sus padres la obligaron a casarse con un hombre que era licenciado en Literatura y que trabajaba en la Facultad de esta especialidad en la Universidad de Harat. En 2004 Anjuman publicó un libro de poemas, que podría traducirse como Las flores oscuras. Se hizo muy popular en Afganistán, en Pakistán y en Irán. Este acto intolerable le costó la vida: un año después de publicar sus poemas fue asesinada a golpes por su marido.
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Aquí se recogen dos de sus poemas:
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Un grito sin voz
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Vienen desde la carretera, ahora
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almas sedientas y polvorientas faldas traídas del desierto,
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su aliento ardiente, mezclado con espejismos,
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bocas secas y cubiertas de polvo.
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Vienen desde la carretera, ahora
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chicas de cuerpo atormentado, criadas con dolor,
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la alegría se fue de sus rostros,
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corazones viejos y llenos de grietas.
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Ninguna sonrisa aparece en los océanos sombríos de sus labios,
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ni una lágrima brota del seco lecho de sus ojos.
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¡Oh Dios!
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¿No podría saber si sus gritos sin voz llegan a las nubes,
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a los cielos abovedados?
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[Poema que se ha tomado, en su versión en inglés, de UniVerse A United Nations Poetry, www.universeofpoetry.org]

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Enjaulada

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Estoy enjaulada en este rincón
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llena de melancolía y pena…
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Mis alas están cerradas y no puedo volar…
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Soy una mujer afgana y debo aullar.
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Kaiolatua

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Kaiolatua nago bazter honetan,
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melankoliaz eta penaz beterik…
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Nire hegoak itxita daude eta ezin dut hegan egin…
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Emakume afganiarra naiz eta ulu egin behar dut.
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[La información sobre la biografía de Nadia Anjuman, así como el poema Enjaulada/Kaiolatua, han sido tomados de la web El Poder de la Palabra, www.epdlp.com, y la traducción al euskara es de Goiztiria; la fotografía de la escritora está tomada de elperiodico.com, en su edición de 19-08-2021]

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Fueron

El Secretario de Estado entró muy temprano en el Ministerio. Trajeado, pero sin boato, ni ceremonia. Intercambió con su secretaria algunos saludos amables, y entró en su despacho. Allí le esperaba Ramiro, el ujier.

—Buenos días, Señor Secretario. Aquí tiene su café recién hecho.

—Pero, Ramiro, si ya sabe que tengo aquí una cafetera y un termo. ¡No se moleste, hombre!

—Permítame… – y levantó su dedo índice izquierdo con cara de pícaro-. No se ofenda, pero, por muy joven y… digamos… campechano que sea usted, y, aunque venga en moto al Ministerio, hay tradiciones que hay que mantener. No todas, claro. ¡No vaya a pensar que soy un carca!

Los dos rieron a gusto. El Secretario de Estado tomó su café, y Ramiro dispuso todo en la bandeja para retirarlo.

—Además, Señor, así… podemos darnos el parte, ¿no?

—¡Uy! ¡Cómo suena eso!

—Bueno, soy viejo y hay palabras que se fijan a uno como la piel, y no hay manera de quitarlas. Quiero decir que… podemos hablar un poco. Si le digo la verdad, Señor, la trastienda es aburrida.

—¿En serio? ¡Con la que está cayendo!

—Sí, pero son muchos años ya, y hay mucha gente que la tengo muy vista, y lo que es peor… ¡muy oída!

Otra vez rieron, mientras se despedían con gesto amistoso. Parecía que esta vez sería una jornada tranquila, pero sin terminar siquiera de repasar la agenda del día con su secretaria, todo comenzó a desbaratarse: los teléfonos, las prisas, los agobios del director de Gabinete, las llamadas del Ministro, y la salida precipitada a una reunión urgente en Vicepresidencia.

Después de una cena tensa con su equipo, y de una lectura rápida de documentos, unas pocas horas de sueño le devolvieron al día siguiente al mismo escenario.

—Buenos días.

—Buenos días, Señor Secretario. Movidito el día de ayer, ¿no?

—Pues, sí. Usted, Ramiro, lleva mucho tiempo aquí, en el Ministerio, ¿verdad?

—¡Uf! ¡Ya lo creo! En realidad, aquí el fijo soy yo, y, si me permite el comentario, los eventuales son ustedes –y sonrió con malicia.

—Cuénteme anécdotas de aquí. No digo chismes, sino cosas curiosas que recuerde… ¡Y que se puedan contar, claro! – y se le escapó un risa nerviosa.

—Poder, poder, se puede mucho, Señor Secretario, pero no se debe muchas veces – dijo con gesto pícaro -. Mire, le propongo algo.

—Adelante, Ramiro.

—Verá, la semana que viene es el sorteo de la Lotería Nacional. Ese día se para el mundo aquí. Se lo aseguro. Si quiere, le acompaño por el edificio y le explico.

—¡Hecho!

Y llegó el día del silencio en el Ministerio. Nada se movía, y nada sonaba. El Secretario de Estado y Ramiro iniciaron su paseo por el edificio, bajaron de una planta a otra, y solo se cruzaron con algún funcionario despistado. Las anécdotas se sucedían, y las preguntas y las admiraciones, también. Y unas veces señalaban a los ministros de los retratos, y otras a la decoración de pasillos y salas.

—Bueno, Señor, veo que ha disfrutado.

—Claro que sí. Pero nos falta la planta del sótano.

—Ya, pero no merece la pena.

—¿Por qué no? ¿No será que hay secretos de Estado? – y esta vez el Secretario fue el que sonrió con gesto pícaro.

—Si se empeña…

Las pocas ventanas del pasillo de la planta sótano eran pequeñas y altas y daban a un patio interior. Estaban casi en penumbra.

—¡Pero si hay muchos despachos aquí! –exclamó el Secretario de Estado.

—¡Para lo que sirven!

—¿Es que no se utilizan?

—Sí, y no. Verá, aquí están los que no tienen lugar.

—¿Cómo?

—Sí, los que no saben dónde colocar: antiguos altos cargos que…, digamos, metieron la pata o el cazo, y aquí están, olvidados del mundo.

—Pero… ¿Quiénes son? ¿Qué hacen?

—No son nada. No son nadie. Y… hacer… hacer… me imagino que crucigramas. No les da la cabeza para más –y abrió las manos con las palmas hacia arriba y un gesto de resignación en el rostro.

—Pero… ¿Qué hicieron?

—Unos cobraron comisiones ilegales. Otros falsearon su curriculum. Y los de estas puertas son los últimos en llegar: se colaron en las vacunaciones, y, claro, tuvieron que dimitir. Lo fueron todo, y, ya ve, ahí están, vaciados de amigos, de teléfonos, de aduladores… y hasta de esposas, dicen. La vanidad, que no es buena compañera. Se lo digo yo, que he visto mucho.

—Pues…

—¿Le ocurre algo, Señor? ¡Está pálido! Le prepararé una manzanilla.


El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde

Dr-JeckyllEs difícil hacer hoy en día una reseña de esta novela de Robert Louis Stevenson. Es tan conocida la historia que narra, tan popular, y se han hecho tantas versiones de ella –en el cine, en el teatro, en la televisión, en los comics…- que, a la hora de hacer un comentario, casi con toda seguridad, es muy fácil moverse en el ámbito de los lugares comunes. Quizá por ello quisiera resaltar aquí la importancia de la relectura de obras clásicas, porque siempre vamos a descubrir nuevos detalles, nuevas ideas, nuevos sentimientos. Los lectores continuamos la obra del autor. De alguna forma, la rehacemos al apropiarnos de ella, y, naturalmente, no siempre nos acercamos de la misma forma, no siempre la leemos igual, cada vez podemos recibirla de una manera distinta. En definitiva, siempre podemos aprender algo nuevo, si es que, de verdad, estamos ante una literatura auténtica, como es el caso.

Y esto es precisamente lo que nos ofrece una edición muy especial y cuidada de El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, publicada por la editorial Alba Clásica. La traducción es de Catalina Martínez Muñoz, y acompañan el texto las ilustraciones que Mervyn Peake hizo para la edición de The Folio Society de 1948. Pero, además, incluye, como apéndices, dos textos extraordinarios que ayudan a entender el contexto en el que se creó esta novela: el primero de ellos es un maravilloso escrito del propio Stevenson sobre la creación literaria y los sueños (“Y, en cuanto a los duendecillos, pues son lisa y llanamente eso, mis genios, ¡benditos sean! Ellos hacen la mitad de mi trabajo mientras estoy completamente dormido, y con toda probabilidad hacen también la otra parte, cuando estoy despierto, y creo, ingenuo de mí, que yo soy quien se encarga de hacerlo.”). El segundo apéndice es un breve, pero preciso y claro análisis del contexto de las investigaciones científicas (psiquiátricas y criminológicas) de la época en la que Stevenson publicó su obra (Londres, 1886), y cuyo autor es el escritor británico Robert Mighall. Los dos textos proporcionan una ayuda inestimable para entender mejor el terrible conflicto que nos presentan el doctor Jekyll y el señor Hyde.

Stevenson, que nació en Edimburgo en 1850, cursó estudios de Ingeniería y Derecho, pero tuvo desde muy joven una clara vocación literaria. Sus creaciones fueron muy diversas: libros de viajes, ensayos, poemas, relatos breves, novelas fantásticas y de aventuras, y esta historia de misterio que aquí comentamos, en la que se nos presenta el terrible conflicto entre el bien y el mal, entre la bondad y la maldad en una misma persona, el respetable doctor Henry Jekyll, que mediante una sustancia química consigue disociar su parte más abyecta y transformarse en el solo perverso Edward Hyde, cambiando para ello incluso de apariencia física, de tal forma que pueda diferenciarse nítidamente de su lado bueno, de la honorabilidad y prestancia del doctor Jekyll. Las transformaciones de una personalidad a otra puede controlarlas inicialmente, pero con el tiempo los cambios se vuelven cada vez más difíciles e imposibles de controlar.

En el relato se nos presenta esta dualidad, pero en la narración final que el propio doctor Jekyll hace de su historia podemos leer lo siguiente: “Otros vendrán después, otros que me superarán en las mismas experiencias, y me aventuro a afirmar que el ser humano será en última instancia conocido por la pluralidad de personalidades incongruentes e independientes que en él habitan”. Es esta complejidad humana, que apunta Stevenson incluso más allá de la dualidad entre el lado bueno y el lado oscuro del alma, una fuente constante de tensión, de conflictos y de angustia, que llega a hacerse insoportable para el doctor Jekyll, y la que le hace buscar en la huida la forma de resolver tantos conflictos: “Si cada uno de ellos [los dos seres de un mismo individuo], me dije, pudiera alojarse en una identidad independiente, la vida se desprendería de todo cuanto se me antoja intolerable: el inicuo podría seguir su camino liberado de las aspiraciones y los remordimientos de su gemelo más recto; y el justo podría avanzar firme y seguro por su elevada senda”.

Pero todas estas reflexiones se nos presentan en toda su complejidad al final de la novela. Hasta llegar a ese punto el relato transcurre intensificando a lo largo de sus páginas el misterio que la historia entraña. Y, para ello, el autor juega con diferentes voces narrativas que van acercándonos cada vez más a la voz narrativa central y reveladora del misterio, esto es, al propio doctor Jekyll. Un narrador omnisciente que comienza a contar la historia va dando paso, progresivamente, a otros personajes que nos cuentan lo que conocen sobre los extraños hechos ocurridos en las calles de Londres. Son personajes que nos van acercando cada vez más al protagonista, o deberíamos decir a los dos protagonistas, que relatan en primera persona lo que saben, lo que han sufrido por ello, lo que no se atreven ni a confesar, y, así, lo terrible del misterio se va haciendo también cada vez más intenso, hasta llegar al momento culminante de la investigación detectivesca con el relato final de Henry Jekyll.

Es, en palabras de muchos críticos, una alegoría moral en forma de historia de misterio. Merece la pena volver a esta narración extraordinaria, de un escritor extraordinario, al que, no en vano, en las islas Samoa del Pacífico Sur, donde vivió junto a su esposa y murió en 1894, los nativos le llamaban a Stevenson Tusitala (´el que cuenta historias´).

Stevenson_Jeckill_Robert Louis Stevenson; El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde. Ed. Alba Clásica. Barcelona,Barcelona, 2015, 174 páginas.