Y llegó la final. Eran seis los concursantes que protagonizaban la última jornada en aquel inmenso pabellón. A juicio de muchos, había sido la mejor edición de Got Talent, la más reñida. Muy reñida, sí.
Mi periódico me encargó hacer la crónica de aquel evento. Así que allí estuve, en el rincón reservado a la prensa, donde coincidí con un viejo colega, y amigo.
—¡Hombre! ¿Tú por aquí? ¿Existe todavía tu periódico?- dijo campechano mi amigo, al tiempo que me daba unas cuantas palmaditas en la espalda.
—Ya ves. Resistimos – respondí entre risas.
—¡Prepárate, amigo! ¡Va a ser un verdadero espectáculo! – dijo él.
—Veremos – y torcí el gesto un tanto incrédulo.
El acto comenzó puntual. Se apagaron las luces, y sonaron trompetas, o algo así. Se hizo el silencio y, sobre el escenario, tan solo un destello de luz que iluminaba a la favorita, a La Muñeca Diabólica, como se hacía llamar. Nadie pudo distinguir en la oscuridad al genio que la movía y le daba la voz, a su magnífico ventrílocuo picado de viruela. El gentío de las gradas aplaudió a rabiar y dialogó al unísono con la diva:
—¿Qué os gusta? – preguntó La Muñeca.
—¡Hacer lo que nos dé la gana! – respondieron sus seguidores.
—Hacer ¿qué? – volvió a preguntar ella.
—¡Lo que nos dé la gana! ¡Lo que nos dé la gana! –repetían una y otra vez.
El alboroto era tremendo. Ella hizo gestos como para que la gente se calmara, y repitió, con su gracejo particular, lo que el público, a su vez, había gritado:
—¡Aquí hacemos lo que nos da la gana! ¿A que sí?
Y un sí rotundo y atronador llenó todo el espacio del pabellón.
—¿Qué es eso de la pandemia? – preguntó ella.
—¡Cosa de pobres! – gritaba el gentío.
Y, en ese preciso momento, La Muñeca se puso en pie, ella sola, sin su ventrílocuo detrás, y avanzó hacia el público. Las gradas se venían abajo con los gritos de sus seguidores, en pleno delirio.
—¡Esa es nuestra chica! ¡A por ellos! – gritaban.
Los focos la seguían en sus idas y venidas por el escenario, y el entusiasmo de unos llegaba al paroxismo, mientras que otros se miraban entre sí desconcertados, sin comprender.
Y, de pronto, ella se transformó. Sus ojos se hicieron grandes, muy grandes, y su boca se hizo pequeña, pero los sonidos que salían de su garganta eran cada vez más punzantes. Y, a la vez, sus caderas se ensanchaban, se hacían enormes, parecían de otro cuerpo, y su trasero se agrandaba también hasta encajarse en las nuevas dimensiones. Y el público enloquecía.
—Te avisé, colega. Esto sí que es un auténtico talento, un verdadero Got Talent, ¿eh? – y mi amigo me cogía por el hombro, y me daba palmaditas-. ¡A que no te lo esperabas!, ¿eh?
Los organizadores del concurso tuvieron que echar mano de una especie de grúa para hacer que La Muñeca saliera del escenario y dejara paso a los siguientes concursantes. Y, entre bramido y bramido de muchos, apareció el siguiente competidor, del que se decía que poseía verdaderos talentos: templanza, sabiduría, arrojo, compromiso, responsabilidad, buen hacer… y cosas así.
—Pero, ¿qué hace? ¿Por qué grita como ella?– pregunté sin dar crédito a lo que veía-. ¡Si no se le entiende!
—¡Está perdiendo su talento!– exclamó mi compañero.
—¡Y su tamaño! ¡Se está haciendo pequeño! ¡Va a desaparecer!– grité aterrado.
—¡Ay, amigo! Ella es la dueña del grito saleroso – y mi compañero volvió a darme unas palmaditas- . ¡Nadie como ella!
Y lo mismo ocurrió con los dos siguientes competidores. A medida que gritaban, como imitando a la favorita, iban perdiendo su talento y se hacían pequeños, muy pequeños. Y, después de ellos, hubo otro concursante más, pero pasó tan rápido por el escenario que apenas se le vio, y su talento desapareció entre la humareda del tubo de escape de su moto.
Aturdido, empecé a recoger mis cosas, la cámara, el cuaderno de notas, la grabadora…, pero mi amigo me bloqueó los brazos.
—No te irás, ¿verdad? – me dijo.
—Mejor salir ahora. Habrá aglomeraciones, y la gente está muy caliente – respondí.
—¡Pero, hombre, si queda lo mejor! – dijo con una sonrisa amplia.
—¿Quién falta? – pregunté.
—¡La mejor, querido amigo! La que, según dicen, ha hecho posible la magia de este concurso, la que maneja los hilos, la que algunos llaman ya Maléfica – afirmó él.
Y, en efecto, todo oscureció, y poco a poco se fue iluminando el escenario con un pasillo de luz tenue, pero hacia el fondo. Y, desde allí, lenta, muy lenta, se fue acercando la que llamaban Maléfica. Podíamos ver muy bien su rostro a través de pantallas gigantes, también su melena y, sobre todo, su sonrisa. Comenzó a hablar despacio, sin gritar, y a la vez sonreía, sonreía, siempre sonreía.
—¿Cómo puede hablar y no dejar nunca de sonreír?– pregunté a mi amigo.
—¡Ese es su talento!– contestó-. Sabe hablar sin separar los dientes. Es su secreto.
—¿Secreto? – pregunté, muy cansado ya.
—Sí. Verás, necesita morder siempre su propio veneno para sobrevivir. Pero esto no lo publiques, ¿eh?, que es un off the record.