«Me pesa el alma, solo quiero llorar»

Ha transcurrido algo más de un mes desde que Putin comenzó la invasión y la guerra en Ucrania. Todos los días, en Europa al menos, hablamos de ello. Leemos noticias, vemos imágenes, escuchamos a los corresponsales de guerra, y en la mayor parte de los casos compartimos opiniones rotundas de condena al sátrapa ruso.

Escuchamos, también, lo que nos van diciendo los refugiados que llegan a nuestros países. Y todo nos inunda de una pena inmensa, y de horror, máxime cuando pensamos en la gente que está allí, en las ciudades asediadas, padeciendo lo que muchos de los que estamos en este otro lado solo conocemos de oídas: pánico, frío, sed, hambre, suciedad, enfermedad sin cuidados, insomnio impuesto por las bombas, locura sin medicación ni terapia que valga. Es la destrucción de la vida: de las personas, y de lo que ellas, mal o bien, hermoso o no tanto, aceptable o imperfecto se mire por donde se mire, han construido. En las noticias de hoy, un hombre ucraniano, entre ruinas y escombros, decía: Me pesa el alma. Solo quiero llorar.

 

¡Y qué difícil, complicada, lenta e insegura es la respuesta que pare esta barbarie! ¡Y todas las demás barbaries, que van quedando en el olvido, en la inexistencia, para quien no vive en ellas! ¡Cuánto peligro vuelve a nuestras vidas, que tienen el riesgo de cambiar de un día para otro, como les ha ocurrido ahora a los ucranianos, como sucedió también a los habitantes de Sarajevo! Entonces vimos por primera vez en directo a través de la televisión el horror de los francotiradores asesinando a la población civil que compraba en un mercado. Barbarie, solo barbarie. Eran como nosotros, vestían como nosotros, iban a la compra como nosotros. El parecido se hacía insoportable. Ocurría en Europa. Y en tantos otros lugares del mundo, también. Algo más lejos.

Decía una superviviente del asedio a Sarajevo, ahora anciana, que era terrible el miedo, el hambre y el frío que padecieron en los sótanos, pero era mayor aun el dolor que producían las mentiras sobre lo que allí sucedía. Como dicen que ha pasado con alguna familia ucraniana al llamar a sus parientes de Rusia: estos no creían nada de lo que les contaban porque todo era mentira. Qué terrible es que los propios familiares no escuchen siquiera, ni tengan una simple palabra de consuelo. Como sucedió a aquellos judíos supervivientes del Holocausto, acogidos por sus familiares estadounidenses, que no pudieron descargar todo su dolor porque solo escuchaban esta frase como respuesta: no, no contéis, no queremos oír cosas tristes.

Y en medio de tanta tragedia en nuestro continente, y en otros lugares también, no lo olvidemos, hemos de buscar gestos que nos hablen de humanidad, del lado bueno de los seres humanos, porque existe también. De lo contrario, nuestra especie habría desaparecido ya. Siempre se mueve en este riesgo. Por eso siempre hay que mirar con atención y cuidado lo que cada uno y cada una podemos decir y hacer con responsabilidad en lo personal y en lo social, aprender a salir de sí mismo, y ver y escuchar al otro, para que no dejemos que el monstruo se instale en nuestras mentes y en nuestros corazones. Y esto incluye, por supuesto, a quienes tienen responsabilidades políticas. No es tiempo de jugar – decía una niña refugiada.

Todo puede cambiar de un día para otro. ¿Cómo era tu vida antes de la invasión? -preguntó la periodista a una niña de Chernóbil, madre ahora de dos niños. En ese momento se derrumbó y respondió entre sollozos: Era maravillosa. Nos quejábamos mucho, y era maravillosa.


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