Un veraneo

silla playaLes costó un madrugón y unas cuantas carreras, pero los dos amigos consiguieron un estupendo lugar cerca de la orilla del mar. Charlaban a la vez que colocaban las sillas de playa en la arena.
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– ¡Menos mal que cuento contigo, Anselmo! -dijo Leandro mientras se quitaba el sudor del rostro-. A mí solo no sabes lo que me cuesta este trasiego de sillas. Los años, que no perdonan.
– Nada, Leandro, para eso estamos los amigos. Además, a estas horas tan tempranas no aprieta el calor. De todas formas, ¿para qué quieres tantas sillas?
– Hombre, somos dos, más los nietos y sus trastos. Y luego está la prima de mi mujer, que siempre viene con sus tres amigas. Y otra silla más para que la comida no toque la arena… -dijo Leandro.
– Bueno, visto así… Pero, te diré que la gente empieza a decir que no se debe hacer esto -señaló Anselmo, a la vez que fijaba en la arena la última silla.
– ¡Venga, calla! ¡Hala, que llegamos tarde a la cola del pan y perdemos la oferta de los 20 primeros! -dijo Leandro y señaló hacia una especie de hilera que se empezaba a formar.
– ¿Y todos los días llevas el mismo trajín? – preguntó Anselmo un tanto sofocado.
– ¡El que algo quiere, algo le cuesta! ¡Todo el año soñando con el mar, metidos en ese agujero! ¡Como para perderlo ahora! Merecido lo tenemos, ¿no? -dijo rotundo Leandro.

Los dos amigos se pusieron a la cola, que ya se había hecho muy larga.
– ¿Sabes qué te digo, Leandro? Que mi mujer y yo estamos muy bien sin nietos -dijo Anselmo casi en voz baja.
– ¡Hombre, son una alegría, la verdad! Eso sí, ahora estará mi mujer tirándolos de la cama. ¡Claro, toda la noche con el maldito móvil! -dijo Leandro.
– ¡Ay, ay, ay! ¡Sois unos consentidores! Un buen pescozón de vez en cuando… -y Anselmo dio a su amigo una palmada en la nuca.
– ¡Hombre, somos los abuelos! ¡Que les eduquen sus padres! ¿O no? -dijo Leandro-. Yo ya hice eso con mis hijos. Les di estudios, y ¿de qué les ha servido? Siempre de eventuales, sin vacaciones, yendo de la ceca a la meca buscando trabajos mal pagados, y más justos que ni sé para llegar a final de mes.
– ¡Menos mal que os tienen a vosotros! -dijo Anselmo.
– Pues, sí. Claro, en invierno es peor porque tenemos que tomar dos autobuses todos los días para buscar a los críos y llevarlos a la escuela. Y luego está la hipoteca… ¡Es que no les llega para todo!
Después de comprar el pan y los bollos, los dos amigos marcharon a paso ligero hasta el otro extremo del paseo marítimo porque solo allí vendían los mejores refrescos, y a buen precio.

Cargados ya con todas las compras, Leandro y Anselmo volvieron a recorrer el largo paseo junto al mar. En el apartamento les esperaban sus mujeres y toda la chavalería, que se alborotó al ver la bolsa de golosinas del abuelo.
– ¡Esas manos, chicos! ¡A comportarse! – y Leandro reía a más no poder mientras repartía las chucherías.
Todos, con sus bolsas, emprendieron contentos la marcha hacia la playa, sin olvidarse de recoger por el camino a la prima y a sus amigas. Bajaron a la arena entre risas, y gestos de satisfacción, y se fueron acercando a la zona más próxima a la orilla del mar.
La esposa de Leandro se paró, de pronto, y protegiendo sus ojos del sol con una mano como si fuera una visera, miró a un lado y a otro, y preguntó:
– ¿Dónde habéis colocado hoy las sillas? No las veo.

Todo el grupo se arremolinó preguntando qué es lo que pasaba. Una señora que estaba cerca, sentada bajo una sombrilla, escuchaba atenta y, aprovechando un momento de silencio del grupo, se dirigió a ellos, sin levantarse de su silla:
– Tendrán que ir a la Policía Municipal. Han requisado las sillas vacías que ocupaban sitio sin gente. Para recuperarlas tendrán que pagar una multa… importante.

El grupo quedó en silencio. Solo uno de los nietos de Leandro habló:
– Abuelo, ¿qué dice esa señora? ¿Que nos han robado?


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