Hay veces que ponemos distancias, y esto nos hace bien. Nos alejamos y quedan atrás los enfados, o los odios; las tristezas, o las amarguras; las inquietudes, o los agobios. Y vemos todo con más calma. Nos sentimos justos e imparciales, también con nosotros mismos.
Vemos desde fuera nuestras manías, nuestras estupideces, nuestros caprichos… y nuestras pequeñas maldades, también. Sonreímos, entonces, condescendientes, y nos perdonamos. Y lo mismo hacemos con los más próximos, y pensamos que hemos empleado juicios muy severos hacia ellos y hacia nosotros mismos.
Pero, en esta calma indulgente de la distancia, en la que nos hacemos amigos de nuevo de los nuestros y de nosotros mismos, se nos hacen, también, enormes los disparates de aquellos que están un poco más allá de nuestro pequeño grupo humano. Y nos parece terrible lo que ya estaba y la pandemia ha inflado hasta hacerlo reventar ante nuestros ojos.
Pero, aun así, permanecemos tranquilos: nos sentimos seguros y queridos por los nuestros, en la distancia.
Y, de pronto, un mensaje, o una palabra, o una frase rápida de wasap de alguien próximo, irrumpe, sin razón aparente, y lo recibimos como una agresión, y todo el equilibrio conseguido se desbarata. Y vemos asustados que asoma nuestro lado más oscuro. ¿Por qué algo así, pequeño, nos descompone tanto?
Si en un contexto seguro y confortable se desatan en un segundo desconciertos, miedos, inseguridades, humillaciones, rencores…, ¿qué nos puede ocurrir con otros que no son los nuestros, en contextos hostiles?
¡Si lo sabemos! ¡Lo estamos viendo todos los días! ¡Imponemos nuestra libertad individual, y colectiva, nuestros criterios, nuestros gustos, nuestras apetencias… aun a costa de la salud, el bienestar y la libertad de los demás, a lo largo y ancho del planeta!
¡No hemos aprendido absolutamente nada del horror de nuestro siglo XX!
¿Dónde están las claves para que convivan nuestra libertad y la del otro?